Historias del 19S

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En el terremoto del 2017 todos nos vimos de una u otra manera afectados. Nos enfrentamos al cambio, la catástrofe nos sacudió y nos tocó de distintas formas.

Crecer después del infortunio, construir después del desastre y crear con cimientos reforzados, ayudar a los que lo necesitan, es lo que intentamos hacer en ESCENA. En nuestro medio podemos crear historias, personajes, arte y con esto sanar poco a poco nuestras heridas.

A continuación, les compartimos algunas de las historias de nuestros alumnos después del sismo. Lo que llamamos el segundo 19 de septiembre, historias verídicas, historias fantásticas que se entrelazan con el terremoto. Además, estos relatos que contienen las visiones de nuestros jóvenes, nos enseñan a través de la ventana creativa el presente y el futuro.

El trauma y la cura. La realidad y también la fantasía.Tres meses después no somos los mismos, recordamos cuando pasamos frente a los escombros o cuando oímos un sonido parecido a la alarma sismica.

Seguimos de pie, seguiremos con el proceso creativo, seguiremos construyendo y aprendiendo. Nos renovaremos en vacaciones para empezar un cuatrimestre nuevo en enero, un año nuevo: el 2018 que llega con nuevas esperanzas y nuevos sueños artísticos.

 

Por: Ericka Huerta
Imagen: Propuesta de Mural para ESCENA realizada por nuestros alumnos Janet Olguín y René Venegas. 

#19S

Cosas más importantes

Un hombre, un hombre común y corriente saca escombros. Dos edificios se colapsaron no hace más de una hora en su colonia en Benito Juárez; ninguno de los dos era su hogar. Gente ajena a la zona llegaba corriendo al lugar donde fueron los derrumbes, como si hubiera rebajas de invierno en algún centro comercial.

Algunos iban a sacar fotos de la zona para ayudar a difundir, unos para intentar rescatar personas, algunos a repartir comida a las brigadas y otros que, pues, iban a robar. El hombre, el mismo hombre común y corriente que sacaba escombros, que ahora está comiendo una torta de jamón preparada por una señora que viene desde Magdalena Contreras, descansa en la acera, contemplando el poder de unidad que se presencia en ese mismo momento.

Después de acabar, se levanta para a irse a sacar escombros y poder volver a sentir en él la adrenalina, la empatía, el valor que yacía en él escondido durante muchos años y que fue encontrado entre los restos de cemento y ladrillo.

Pasa media hora, se empiezan a escuchar camiones: son los militares. Bajan como si fueran a presentar la escolta de los lunes y se mueven como si no hubieran llegado ni un minuto tarde al lugar. El hombre está transportando una loza en la espalda; la milicia pasa junto a él. Mientras van avanzando los soldados en sincronía hacia los derrumbes, el hombre común decide poner la cara en alto y echar una mirada a esas caras que dicen “proteger a los ciudadanos”.

Entre tantas caras difuminadas, el hombre captura una en especial; deja caer la losa después de reconocer su rostro. Siente cómo la ira, el odio y el miedo empiezan a correr por sus venas cuando lo ve pasar, a lo mejor es porque ese fue el militar que lo agredió brutalmente en una protesta hace cuatro años.

Impulsado por la furia y la impunidad, el hombre está decidido a confrontarlo, por más estúpido que suene en su cabeza, y recoge un pedazo de losa del suelo. Está unos cuantos pasos detrás de él, de verdad lo va a hacer, y cuando se voltea bruscamente, ve que todos tienen el puño en alto. El hombre observa al militar, levantando el puño como los demás.

De repente, el impulso del hombre es calmado por lo que todas las personas presentes han formado: silencio, y las ganas de escuchar respiros entre tierra. Es en ese momento cuando el hombre deja ir sus sentimientos de venganza, pues reconoce que hoy, y probablemente todo el mes, habrá que hacer cosas mucho más importantes que pegarle a un hombre en la cabeza.

 

Por: Sofía Frutos López 

El resurgimiento de un nuevo México

“Interrumpimos esta transmisión para informarles que acaba de ocurrir un sismo de 7.1 grados, aún no se sabe con certeza en qué estado se originó, se han confirmado 6 derrumbes de edificios, esperen acaban de aumentar a 8.”

Es lo único que se escucha en la radio, hace mucho tiempo que México no estaba en silencio y desconcertado, que no se derrumbaban las construcciones a causa de un temblor, ni mucho menos había pérdida de vidas. Justo después de este acontecimiento me empecé a sentir extraño, como rodeado de una energía muy poderosa, y lo más insólito es que esa sensación la empezaron a sentir las personas que estaban a mis alrededores.

Con esa sensación en el cuerpo me fui a casa para ver a mi familia y asegurarme de que todo se encontrara bien. Sabía que el camino iba a ser largo y lleno de incertidumbre por el caos que se había generado, no había transporte, el tráfico se desquició, por lo que tuve que irme caminando de lado a lado de la ciudad, no había otra alternativa.

Después de dos horas de camino me percaté de que mi cuerpo seguía absorbiendo esa energía poderosa. Llegué a un punto en donde se encontraba mucha gente viendo al horizonte, todos muy sorprendidos. Me acerqué para ver qué les llamaba la atención. Cuál va siendo mi sorpresa: estaban viendo algo alucinante a lo lejos.

Sus miradas estaban puestas en dirección del volcán Popocatépetl del que surgía humo gris que poco a poco se iba convirtiendo a un color amarillo con tonos blancos, dando la sensación de polvo de oro. La fumarola se estaba expandiendo hacia la ciudad pintando el cielo de un color dorado brillante. De pronto, el humo se empezó a diluir para dar paso a una figura gigante del tamaño del volcán. Al desaparecer el humo surgió una gran serpiente que de su cabeza iba soltando destellos luminosos como plumas de colores, las cuales se dispersaron por toda la ciudad.

Lo más asombroso es que al ser tocados por esos destellos luminosos, sentimos una sensación de paz interior, amor y unión entre las personas; en ese momento supimos que la magnífica serpiente que surgió de las entrañas de la madre tierra, era nada menos que el dios Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, que se posó frente al sol para luego decirnos lo siguiente: “Quién dice que lo antiguo ya no vive, si corre por nuestras venas. Ni las aguas, ni los ríos se atreverían a decir semejante cosa, más cuando los tesoros han sido cubiertos con el manto de la sabiduría celeste. Quetzalcóatl vive y quiere que nosotros vivamos y no como ahora que tan solo existimos”.

En ese momento entendí su mensaje: unidos como hermanos podemos renacer de las cenizas para crear un México nuevo, un México mejor.

 

Por: Edver Yáñez 

19 de septiembre

Mi estupor desapareció hasta que recorrí casi corriendo las calles para entrar a la Condesa con mi hermano, calles inundadas de gente con miedo, llorando, buscando. Yo también lo sentí, el olor escalofriante de gas se repetía en cada cuadra que cruzábamos y me aferré a lo único que conocía: la mano de mi hermano.

Vivir en la Condesa parecía un privilegio hasta ese momento, en el que la incertidumbre nos movía las piernas por el miedo de encontrarnos con un edificio en ruinas. A la altura del Parque España nos encontramos con nuestra roomie, completamente pálida, sentada en una banca, viendo a la nada. Cuando nos vio solo nos dijo: yo estaba adentro, cuando salí la pared se estaba rompiendo. Sentí una impotencia terrible y por primera vez deseé con todas mis fuerzas regresar a mi hogar y dejar todo atrás.

Quería ver a mis papás y abrazar a mi perrito, llorar con todas mis fuerzas en mi cuarto, pero en el de verdad el que está en mi ciudad. Cuando llegamos en frente del edificio me alivió verlo todavía en pie. Nos dijeron que podíamos entrar rápidamente por nuestras cosas y salir. Recuerdo como mis manos temblaban mientras veía pedazos de pared, de platos y vidrios por todos lados y metía mis cosas a una maleta. Lloré cuando vi el arroz con pollo en el piso, el que me había dejado hecho mi mamá un día antes que fue a visitarme.

Nos fuimos a la calle cada quien con sus cosas, sin comer y a caminar a ver a dónde. Llegamos a una plaza en donde ya había mucha gente sentada en el piso sin saber qué hacer o a dónde ir. Muchos se subían a camionetas como voluntarios para ayudar. Una señora nos ofreció un plátano y otra que estaba embarazada unos juguitos.

Fue cuando mi hermano me dijo: vamos a ir al restaurante. Me le quedé viendo sin entender. Él es chef en un restaurante de la Condesa, pero no sabía qué quería ir a hacer ahí en esos momentos. Pero fuimos, no había luz, las calles todavía olían a gas y ya estaba oscureciendo. Cuando llegamos sacamos todo lo que había en el refrigerador y mandaron a gente a comprar cosas a donde se pudiera.

Cuando me di cuenta estaba en una mesa larga con velas rodeada de al menos 15 personas haciendo sándwiches, de atún, jamón, queso, lo que hubiera. Untábamos, poníamos, cerrábamos y envolvíamos una y otra vez. Yo creo que esa noche hicimos alrededor de 900 sándwiches. Todos movían rápidamente sus manos para ayudar y dar todo de sí y por primera vez en todo el día, acompañada de ese grupo de personas desconocidas que no pensaron dos veces para salir y ayudar, me sentí a salvo.

 

Por: Frida Méndez Florián 

La primera vez

Nos preparábamos para salir, mi compañero iba y venía tomando el equipo que utilizamos para los entrenamientos, pero este día había algo diferente en él, se le veía tenso y preocupado mientras aseguraba todo en el auto y me ayudaba a subir a mi lugar. Al llegar a nuestro destino mi compañero bajó y se reunió con otras personas; hablaron por un tiempo antes de ayudarme salir.

En el momento en el que salí del auto me golpeó una ola de sensaciones que pusieron todos mis sentidos en alerta. Había más ruido del que había escuchado jamás: personas gritando, sirenas, helicópteros y máquinas. La nariz se me llenó de un olor parecido a tierra mojada mezclado con gas, que picaba mi nariz y garganta.

Grupos gigantescos de jóvenes iban y venían cargando cajas, palas y cubetas, claramente exhaustos; algunos gritaban y otros simplemente caminaban en silencio, uno que otro volteaba a mirarme y, en medio del caos, me regalaba una sonrisa. La mano de mi compañero se paseó por mi cabeza y entre mis orejas y de su bolsillo sacó un pequeño pedazo de salchicha que me ofreció junto con palabras tranquilizadoras. Nos pusimos en marcha, pasando entre más personas, algunas descansando otras pasando rápidamente en sus bicicletas o ayudando a subir cajas a vehículos. De algún lugar en la multitud pude detectar un ligero aroma a comida.

Después de avanzar unos metros nos encontramos con la fuente del extraño olor a tierra mojada, una montaña de escombros que solía ser una estructura. Personas paradas en ella y a su alrededor trabajaban incansables pasando de mano en mano pedazos de escombro y cubetas llenas de tierra, llevándolos lejos del área y fuera del paso. El sitio sin personas se parecía a los lugares en donde solemos entrenar pero al mismo tiempo se veía y sentía infinitamente diferente.

Mi compañero me colocó la protección para los ojos y la mayoría de las personas se hicieron a un lado para dejarnos pasar. De pronto sentí un aroma familiar, un aroma que con el tiempo hemos aprendido a distinguir. En algún lugar entre todo ese escombro había una persona. Mi compañero me dio la orden y yo me lancé sin pensarlo demasiado en búsqueda del olor. Subí y bajé resbalando con la tierra en cada paso, me arrastré en espacios pequeños y escalé pedazos de muros hasta que por fin encontré de dónde venía el aroma.

Comencé a ladrar: ahí estaba la persona y si continuaba ladrando pronto iba a salir con un juguete o comida y celebraríamos un trabajo bien hecho con juegos y cariños. Seguí ladrando, pero nada sucedió. A la distancia escuché a mi compañero llamarme, ladré un par de veces más, e incluso intenté escarbar un poco, pero no hubo respuesta.

Regresé y un grupo de personas comenzó a abrirse paso hacia el lugar que había indicado. Nos quedamos cerca todo el día y en algún momento durante la noche las personas comenzaron a aplaudir y vitorear, mi compañero y otros que estaban con nosotros me llenaron de caricias y palmadas, sonriendo como no los había visto hacer ese día.

Un poco más allá sentí otra vez el aroma de la persona en los escombros, esta vez era un poco diferente y algo en ese cambio me hizo sentir tranquilo, me hizo sentir que todo iba a estar bien.

Por: Grecia Morán

19 de septiembre de 2017

13:14 horas. Revisan mi tarea. Un súbito “¿Está temblando?” rompe por completo la normalidad del día. Sí, afirmativamente, está temblando. Un sismo está golpeando la ciudad más grande de México.

Al estar en la planta baja pronto estoy en la calle, bajo mis pies un terremoto; sin duda un evento natural que es tan fascinante como atemorizante, sentir a la naturaleza mover los cimientos de la civilización humana es impresionante, me hizo cuestionar mi mortalidad, mi cuerpo tiene memoria viva de cómo la tierra danzaba, la tierra debería de ser estática e inamovible ¿Cuánta energía es necesaria para que ese concepto cambie por completo?

Tras minutos de profundo temor, el terremoto cedió, ignorantes de nuestros alrededores vi a muchas personas empezar a bromear, nos regodeábamos en nuestra prepotencia; no debió de haber pasado nada como en el sismo del 7 de septiembre pasado.

Pronto vi helicópteros rondar la colonia, tardamos en retomar clases y a la distancia se escuchaban las primeras sirenas de los vehículos de emergencia; algo malo había ocurrido.

Las clases fueron suspendidas, nos mencionaron que la ciudad estaba paralizada, mis compañeros y yo nos dirigimos a nuestro departamento, no necesité avanzar más de una calle para saber que la ciudad estaba sufriendo, fuimos recibidos en nuestro departamento por un rostro que por unos minutos había visto a la muerte en persona en el cuarto piso, nos informó que el edificio estaba dañado. Visité el departamento que lucía heridas abiertas, muy diferente de cuando lo despedimos sólo unas horas previas, metí mi vida en una pequeña mochila y por primera vez en mi vida sentí lo que es no tener un hogar.

Ese día vi altas torres besar violentamente el suelo, vi a México desafiar a la naturaleza, vi a cientos de personas actuar como una sola y vi como simples peatones le arrebataron a la misma muerte vidas humanas, ese día perdí mucho, pero logré ver que mi país de verdad es grande.

 

Por: Víctor Alejandro Ayala Pérez 

Mi experiencia el 19 de septiembre

Aún recuerdo con claridad el terrible acontecimiento que dejó por segunda vez una cicatriz en México y sigo sorprendiéndome ante ello, pues las probabilidades de que volviera a suceder el mismo día que hace 32 años era una en un billón.

Aunque siendo completamente honestos, antes de que todo sucediera, ni siquiera recordaba que aquel día era el aniversario del terremoto de 1985, al menos no hasta que una vez estando en la escuela mi mamá me envió por mensaje que no me sobresaltara si escuchaba la alarma para realizar el simulacro.

Una vez terminado el simulacro, todos habíamos regresado a la escuela para retomar clases. Yo estaba en clase de Introducción al dibujo y todo pintaba a que sería un día normal… hasta que sucedió. Fue exactamente como en las películas, una parte pasó en cámara lenta pero lo demás fue tan rápido que apenas tengo memoria de ello. Recuerdo que al principio pensé que era un camión  pasando por la calle, causando que el piso se moviera un poco, pero una vez que mis compañeros y yo nos quedamos mirando los unos a los otros, este movimiento se intensificó y alguien dijo las palabras que más temía escuchar,  “Está temblando.”

Afortunadamente ya sabía que hacer, fue como si se me encendiera el interruptor en modo automático. Así que dejé mis cosas, sólo tomé mi celular y mi primer objetivo fue irme del aula de clases. Una vez afuera, me costaba trabajo caminar ya que todo se me movía.  Todo mientras esto sucedía sólo tenía una cosa en mente, mi familia.

Normalmente suelo tomarme los desastres naturales con tranquilidad, sin embargo, esta vez me costó un poco de trabajo mantener la calma, porque no estaba cerca de mis seres queridos. Pues mi hermana se encontraba en la colonia Roma y mi mamá estaba sola en casa. Y estas preocupaciones sólo lograron aumentar una vez que revise las redes sociales y mostraban videos de cómo se desplomaron múltiples edificios.

Estuve en shock durante todo el día, inclusive horas después de que ya me encontraba reunida con mi mamá y mi hermana. El último recuerdo que tengo es mirando al horizonte mientras todos seguían viendo las noticias, pues todo esto parecía una pesadilla.

 

Por: Scarlett Colín Pérez